Entra una mujer. Parece gritar porque habla muy fuerte.
Entra un hombre. No habla. Pero grita por los ojos. Su cara está tensa; sus músculos.
La mujer adecua su volumen a la casa. En la casa hay más mujeres y más hombres. La casa tiene un volumen alto. Pero no grita.
El hombre que grita por lo ojos ha nivelado el volumen de la casa y el de la mujer que hablaba fuerte.
Las personas que están en la casa parecen haber perdido algo. Todos miran al suelo. El nivel es alto, pero ha bajado. Todos parecen buscar algo en el suelo.
Un hombre encuentra algo que no buscaba. Lo coge. Está contento. Luego lo tira, cerca de otro hombre, que no lo ve. La mujer sí lo ve. No lo coge. Se aleja del objeto y se tropieza con el hombre que gritaba por los ojos, menos tenso, con una mirada más estable. Él la mira. La mujer aparta su mirada. Todos la ven. La casa ha perdido su sonido. Ella mira hacia el techo, improvisa una búsqueda, actúa. El nivel vuelve a subir. Coge el objeto, camina hacia la puerta y sale. Se aleja. Cuando la casa es igual de pequeña que el objeto, lo deja en el suelo.
El objeto era luminoso. Las urracas se pelearon durante horas para llevárselo a su nido. Son negras porque absorben la luz. La urraca más negra consiguió el objeto y se lo llevó a su casa, a su nido, y lo dejó en lo alto. Donde todos seguían mirando, con su nivel desestabilizado, donde el ruido anula los sentidos, donde la altura crea la distancia del que se cree pequeño, donde lo diminuto no tiene sentido en el cálculo, por decimales, por insignificante, por pobre o por inconstante. Porque el suelo es el punto de partida de lo que no puede bajar y de lo que cree subir.
(descartes de mi libro «El viaje (prohibido lanzarse al mar)«)
Para mí, Gonçalo M. Tavares ha sido un gran descubrimiento.