A veces ocurren cosas curiosas en los viajes. Cuando te quedas un tiempo en un lugar, en una casa, de unos amigos. Esa curiosidad, importante, consiste en que la maleta no estorba; se convierte en tu armario, pero no importa. La maleta se vuelve gigante. Y forma parte de esa casa prestada.

Lavas los calcetines mientras te duchas y escuchas movimiento en la casa. Ya no hablas tú solo contigo o sin nadie. Ahora, en ese momento, hablas con alguien que te espera; te da el tiempo para contestar o para callarte. Sabe que tu soledad prolongada hace de ti un reloj atrasado. Pero te espera e intenta ponerte a punto, sincronizarte, volverte, para la vida. Conoce tu maleta y te ofrece el tiempo de la espera.

Robas espacios que crees robados. Porque desconfías tanto de ti que no te crees el presente. Porque vienes del pasado. Y el pasado es lo que eres. El pasado no se fía del presente. No le apetece. Está muy a gusto con su condición de tragedia. Y es difícil limpiar el placer del dolor.

Los días vuelven a ser ágiles. Las horas se convierten en minutos. El reloj se reajusta. El tiempo de la espera desaparece, se presenta en su momento justo, todo va más deprisa. Lo que sucede, ocurre. La prisa recupera su horario presente. Y si se acelera es porque el pasado disminuye.

Camacho me hace la comida y la cena mientras, de reojo, mira en el móvil a qué hora vuelve Raquel; para que los tres estemos ajustados. Raquel me pregunta con los ojos. No me dejan hacer nada. Sólo recoger mis migas de la mesa. Les miento diciéndoles que es una manía. Camacho me responde con los ojos. Raquel me obliga a comer manzanas y, como no me las como, hace una tarta con ellas.

Descubro que, de tanto girar alrededor de mí, olvidé a personas que también giraban a mi lado. Y que no las veía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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