Harto bajó la persiana de la habitación. Dejó una rendija por donde entraba el sol. Se sentó enfrente, en una silla, y durante horas vio cómo la luz iba cambiando de dirección. Después, de noche, subió la persiana y volvió a sentarse en la silla.

Harta entró en la habitación. Dejó el bolso en el suelo, se quitó los zapatos y se tumbó en la cama, de costado, frente a la pared, del lado del corazón. Alguien le dijo alguna vez que se descansa mejor si el corazón está cerca del colchón.

Sonó el teléfono de Harto. Era Plagio. No le contestó. Se levantó de la silla, apagó la vela y se echó en la cama al lado de Harta. Al lado contrario. Era mejor, en ese momento, descansar peor que ver su espalda y querer abrazarla.

Por la mañana, ella ya no estaba. Él se despertó en el medio de la cama, boca arriba. Hacía tiempo que ya no le preguntaba a dónde iba, si trabajaba, o si simplemente se marchaba para no hablar de algo o de nada. Miró la silla, la vela apagada y la persiana, bajada.

Los ruidos del hambre, en el estómago, habían desaparecido. Alguien le dijo alguna vez que desaparecen cuando te acostumbras a dejar de ser un ser vivo, cuando el ruido está sólo ya en la cabeza. Volvió a su silla. Y comprobó que Harta le había dejado la misma rendija que él había calculado durante días. Siguió la dirección de la luz durante horas. No había cambiado demasiado durante esas semanas. La tierra gira y se desplaza, pero no tanto.

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